miércoles, 19 de febrero de 2014

De su rostro, su risa, sus gritos

El tirón impaciente de Ana en mi falda volvió a dormirme en la realidad.

Para una mujer es fácil acercarse a otra, buscar la ocasión, hallar el pretexto. Un trabajo de los niños, una excursión, ¿qué más da?

De su rostro, su risa, sus gritos, ya no queda nada en mi memoria. Sólo sus manos la ocupan por completo. La verdad es que eso no es difícil. Puedo verlas cuando quiera. Si no me equivoco, aún conservo ese par de manos concreto en el primer estante del congelador.

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Esperar por ella, eso es lo único que hago.

Sentado en el jardín miro de reojo mi reloj y barro cada hoja que cae, retoco cada rama, enderezo cada tallo. Todo debe estar perfecto cuando vuelva. Con la mirada limpia y una nueva sonrisa en sus labios me dirá sin palabras que no ha sido en vano. Ya no debe tardar. Ella prometió volver y cuando lo haga empezaremos de nuevo, abriremos juntos sendas olvidadas, recordaremos el olor de la tierra húmeda cuando paseábamos bajo un mismo paraguas, sentiremos en el rostro el calor de un sol distinto cada amanecer. Cuando regrese haremos todas aquellas cosas sencillas que un día prometí y nunca hicimos.

Fuera llueve. Las flores del jardín se han marchitado. Cada noche las cubre la escarcha y mis manos, ahora nudosas y ateridas, intentan devolverles algo de color. A veces lo consigo.

Esperar por ella es lo único que hago. ¿Que más puede haber a mi alrededor salvo ella? Algún día comprenderá y dejará su trabajo, abandonará su casa, a sus hijos, a él y vendrá de nuevo a mí y yo, como siempre, la estaré esperando aquí, sentado en mi jardín.

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