miércoles, 19 de febrero de 2014

Rebelión

Desde la esquina de la calle no cesaban los lamentos de aquella muchacha. Lo curioso es que, a pesar de la cantidad de gente, nadie movió un dedo para socorrerla.

Vulgar.

Átomo a átomo, giro a giro, la rosca del tornillo acabó por ceder al traqueteo. Los viajeros, ajenos, continuaban con sus pláticas y sus ocupaciones. Pero el tornillo cayó y la rueda que sostenía perdió estabilidad y salió despedida. El resto parecía inevitable.

Intrascendente.

Emilio Paulo nacía cada noche exactamente a las tres y veinticinco de la mañana. No era un decir, ni un convencionalismo. Realmente nacía con todo lo que eso llevaba parejo: las roturas de aguas, las contracciones, la extracción de las placentas y, a veces, incluso, alguna cesárea.

Ridículo.

La luz de la vela me hizo descubrir en ti a otra persona. No había tele ni otro tipo de distracciones. Estabas tú frente a mí. Sencillamente. Sin otro efecto especial que el movimiento de las sombras en tu rostro y el brillo, oculto hasta ahora, de tus ojos.

Cursi.

Mi cuerpo tiene forma de pera. Esto que para todo el mundo es evidente, no lo fue para mí hasta aquella mañana en que descubrí a una niña riéndose a escondidas mientras me miraba. "¿De qué te ríes, niña?" Le pregunté. "Tienes forma de pera", contestó, y sus palabras resonaron desde entonces mil veces en mi cabeza: "Tienes forma de pera… forma de pera…”

Trillado.

El alumno consiguió pintar su cuadro más perfecto. Hasta entonces no había destacado mucho, pero sin duda, desde que este lienzo viera la luz, su vida daría un giro. Sin embargo, decidió que ya no más en el mismo instante en que el artista pasó frente a su obra con una ceja arqueada y una honda expresión de hastío.

Pueril.

El esfuerzo sobre su rodilla acabó por pasar factura. Desde hacía varios meses, después de aquella caída tonta, sufría constantes dolores en la pierna. Pero no les hizo caso entonces y ahora ya era tarde. Sólo había un apoyo firme en la roca y la única extremidad con la que podía evitar la caída, era esa maldita pierna que colgaba inerte en el vacío.

Pretencioso.

Junto al lago, la casa de madera parecía el refugio más acogedor que habían visto nunca. El fin de semana se presentaba pleno, prometedor. ¿Por qué tuvo que fijarse en aquella tierra removida, en aquellas ramas secas mal disimuladas?

Artificioso.

Ninguna palabra fue suficiente para calmar su ansia. Estaba en medio del proceso. Nariz ardiente entre pintadas y papel de baño rosa. Todos lo sabían pero lo vieron desde fuera. Y eso, ya se sabe, no es lo mismo.

Insuficiente.

Mi padre, Ernesto Gandía, rió por última vez aquella misma tarde. Nadie daba ya un duro por él. Los ojos de aquella mujer vengativa marcaron su destino con un hierro del que ni siquiera él logró escapar.

Insulso.

Limpió la espada en las ropas del vampiro. ¡Pobre idiota! Desconocía por completo las reglas del buen cazador. La mente del vampiro, como la del asesino, se escapaba a sus patéticas aspiraciones.

Fantasioso.

"¡A penitas!" le repetían sin cesar persiguiéndolo por todo el patio durante los recreos. "¡A penitas!", decían con las manos extendidas en una súplica atormentada.

Peregrino.

Como cada mañana, la armónica del afilador le despertó. Cuando niño había sentido miedo de ese ruido, pero al ver que sangraba y que sus tripas sabían como las de cualquier otro humano, sus temores se aplacaron.

Atroz.

Los pellizcaba para oírlos llorar. Había quien se emocionaba con Mozart o Vivaldi. Él lo hacía con el coro interminable del llanto de recién nacidos.

Insano.

La vio subir al autobús, y las vio a todas. Su sonrisa era la de todas. El cuidado al caminar, el de todas. Era de todas su mirada desviada y también su saludar quedo. Ella eran todas. Pero él era demasiado viejo, demasiado feo, demasiado pobre o demasiado necio para todas. También para ella.

Misógino.

Al despertar descubrió un peso menos. Se tentó el pijama, se miró al espejo y sólo entonces intuyó que por fin era adulto, que era responsable de sus actos, que no necesitaba un guía. Se vistió, abrió la puerta y, despidiéndose del dios de sus ancestros, marchó por el camino solo, sin más compañía que sus propios pensamientos.

Impío.

Era una brizna en la cuneta. Una hierbita insignificante que debía su vida a la generosidad inconsciente de quien por allí pasara. Estaba al margen del camino, pero a pesar de todos, existía.

Simple, escandaloso, parco, aburrido, patético...

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