miércoles, 19 de febrero de 2014

El Disparadero (Adaptación libre del cuento de Guy de Maupassant: “Llega la Primavera”)

Si hay algo que me gusta de la primavera, es que con ella comienza la temporada de ferias. Subirme en sus atracciones y revivir momentos pasados se convierte en esos días en la última calada de un habano o en el primer sueño furtivo entre insulto e insulto de Coto Matamoros.

De todas formas, aunque no lo parezca, en eso de la elección de las máquinas soy un poco sibarita. Prefiero las de desplazamiento horizontal en cualquiera de sus versiones: los coches de choque, la cinta mágica o, en especial, las tacitas locas. Tal vez sea por su nombre, pero esas tacillas que, como satélites indecisos, giran sobre si mismas al tiempo que gravitan alrededor de la pista, me hacen perder la cabeza. No sólo las uso para "colocarme" virtualmente (ya no estoy para otro tipo de coloques) sino que, muchas veces, se convierten en mi mirador privado: una especie de disparadero desde el que puedo dedicarme con total impunidad a observar la chavalada que me rodea, sobre todo a las niñas (para mí lo son ya hasta las de treinta) que con sus grititos iniciales y sus caras arreboladas al final del recorrido, hacen más plena mi experiencia.

Tal vez fueran los efluvios de la última descarga de un usuario, o quizá la arremetida inmisericorde del polen en mi pituitaria, pero aquel día noté mis sentidos como más alerta, preparados para captar cualquier señal lejanamente femenina con la que me cruzara. Mantenía las aletas de mi nariz muy abiertas, los párpados inservibles y mis orejas... bueno, ellas quietas, como siempre. El caso es que junto a mi taza fue a sentarse la muchachita más linda que había visto hasta entonces. Debía rondar los sesenta años, pero las capas de maquillaje que cubrían su rostro la desprendían de, al menos, dos o tres. Su cabello, recién teñido, exhalaba ese mágico aroma a Maja que tantos recuerdos me trae de mi abuela. Todo en ella era armonía y compostura. Incluso destilaba elegancia su forma de sentarse en la taza y su más que inapropiado cruce de piernas una vez dentro de ella. Lástima que su tan estudiada (y bella) estampa, se viniera abajo ya desde la primera sacudida del ingenio. Era admirable contemplar como luchaba encarnizadamente por mantener el equilibrio (y con él su maltrecha dignidad), se aferraba heroicamente a las asitas de la taza hasta que sus manos se amorataron (un violeta magnifico, por otra parte), era tal que una Valquiria a punto de naufragar en su buque ingobernable. Creo, he de reconocerlo, que me enamoré perdidamente de ella cuando buscaba con la mirada histérica sus gafas de lente bifocal entre los hierros del suelo. Aún se escapa un suspiro de mis labios al recordarlo.

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